Indudablemente, vivir con plenitud y lograr la satisfacción de nuestros anhelos
en vías de una supuesta felicidad es una tarea sumamente dificultosa. Por un
lado, pueden existir unos conocimientos ambientales adversos: dificultades
económicas, laborales, del hábitat, etc., o condicionantes internos, como la
enfermedad o la desgracia. Y por otro, existe una competencia más o menos
manifiesta con las demás personas que también pugnan posiblemente por conseguir
iguales fines.
Pero a
veces algunas personas afortunadas que disponen de un ambiente favorable y,
aparentemente, escasas dificultades para conseguir lo que quieren, se sienten
infelices. En principio, no hay trabas ni enemigos. Entonces, ¿cuál es el
problema? El obstáculo bien puede estar en la misma persona cuando ella es su
propia enemiga.
Lo cierto
es que ya existen suficientes barreras que se oponen a la consecución de una
vida digna como para que, además, uno mismo se autocastigue privándose de un
gran número de oportunidades. Cuando esto ocurre es porque falla el «amor
propio», el cariño a uno mismo, la autoestima, que no tiene, por supuesto, nada
que ver con el egoísmo. No se trata de pensar: «Yo estoy por encima de todo y de
todos», sino «yo debo disfrutar de los mismos derechos que concedo a los demás».
Quererse
a sí mismo significa reconocer la propia valía y considerarse en la vida tan
importante como el que más. Para muchos esto no es fácil; no saben juzgarse con
objetividad. Ensalzan las virtudes ajenas y son capaces de perdonar los mayores
errores y defectos del prójimo, pero, en cambio, son tremendamente injustos
consigo mismos, exigentes y hasta crueles. Este comportamiento puede llegar a
producir una profunda amargura que conduce indefectiblemente hacia la depresión
y el comportamiento neurótico.
Por lo
general esta forma de ser y sentir es fruto de un aprendizaje y una maduración
defectuosos. El niño desde casi su nacimiento es, por naturaleza, ególatra. Aún
no tiene conciencia social y piensa que todo cuanto le rodea le pertenece, idea
que se ve corroborada por el hecho de que habitualmente suele ser el centro de
atención de su familia. Es más tarde cuando, a través de la educación y el
contacto con otros niños, descubre que hay más personas a su alrededor, otros
sujetos que, como él, merecen un respeto y una consideración. Una correcta
educación canaliza el egocentrismo hacia los demás en su medida justa.
Sin
embargo, desafortunadamente, muchas normas sociales y educativas se inculcan en
la personalidad de forma desmedida e inadecuada, sobre todo cuando se infunden
ideas basadas en la culpabilidad y el arrepentimiento si se anteponen los
derechos propios a los ajenos. Es normal que una persona que crezca y forje su
carácter con esta filosofía por bandera llegue a ser un adulto con una
confusión, más o menos subconsciente, entre lo que en justicia le corresponde y
lo que sería egoísmo censurable. Por ello, para evitar los «terribles»
sentimientos de culpa opta por negarse todo autorreconocimiento meritorio. Se
comporta consigo mismo como si fuera un enemigo al que no hay que dar la mínima
oportunidad. Algunas educaciones morales y religiosas resaltan la humildad como
una de las más preciosas virtudes, amenazando con el castigo y el pecado su
carencia.
Naturalmente, cuando en la adolescencia surgen inseguridades y miedos, normales
como en todo proceso de formación, el temor a errar, con su consecuente castigo,
determina una conducta de evitación de todo aquel comportamiento que tienda a
alejarse de la humildad, hasta el punto de confundir el justo reconocimiento a
la labor bien hecha con la jactancia o la vanidad.
Una
personalidad que madure en esta línea de conducta suele sufrir constantes
obstáculos cuando tiene que demostrar sus aptitudes. Todas sus energías no
actúan de forma unida, una parte de su conciencia funciona como un enemigo
interior que bloquea la espontaneidad.
Esto
constituye un rasgo de comportamiento negativo que debe corregirse. Tal vez se
piense que, como se es así, y desde hace muchos años, ya no se puede cambiar. No
es cierto. Tomemos primero conciencia de que este problema existe, observemos
nuestra conducta diaria viendo cuántas veces nos privamos de pequeños placeres
pensando que eso no va con nosotros o, inconscientemente, que no los merecemos.
Empecemos por ahí, por incentivar con pequeños premios y halagos nuestros
mínimos logros y esfuerzos positivos. Tal vez, sin darnos cuenta, un día nos
veamos luchando por conseguir aquello más importante que queremos y que, en
justicia, nos merecemos.