MADURAR: LA MADURACION DE LA PERSONALIDAD
Entre
la juventud, situada hacia los veinticinco años y la vejez, iniciada hacía los
cincuenta y cinco o sesenta, se sitúa la segunda etapa de la vida del ser
humano, la madurez. Por supuesto, que tales limitaciones marcadas por la edad
son sumamente imprecisas y tan sólo tienen carácter de orientativo. La
diversidad biológica y sociocultural del hombre hace imposible tipificar con
acierto y en el tiempo exacto la duración y localización de sus fases de
desarrollo.
Se
considera que aparece la madurez cuando la conducta del individuo experimenta un
cambio sustancial. Ya no se necesita ser impuesta por un aprendizaje o un
educador. En la madurez predomina la intuición y las normas de actuación surgen
espontáneamente de forma natural.
Es
preciso distinguir aprendizaje de maduración. En el aprendizaje, la conducta
también sufre un cambio, pero este cambio es fruto de la experiencia adquirida.
Sin embargo, en la maduración no es precisa la experiencia; digamos que es un
proceso que se mantiene larvado hasta que llega el momento adecuado para que
haga su aparición.
No
obstante, en el hombre aprendizaje y maduración son complementarios y ambos se
alimentan entre sí en su preciso momento.
Parece
demostrado, mediante serios estudios y experimentos psicológicos y biológicos,
que el aprendizaje consolida la madurez cuando ya está instaurada, pero no la
acelera ni la adelanta. Así, se observó cómo, en animales de experimentación,
conductas natatorias y de vuelo, aparecían correctamente instauradas cuando el
animal alcanzaba su madurez a pesar de habérsele privado de toda posibilidad de
aprendizaje y experiencia.
De igual
modo se ha estudiado la conducta humana. Así, por ejemplo, niños adiestrados en
una determinada labor prematura para su edad no adquirían mejor rendimiento
futuro que otros que la aprendían a su debido tiempo.
Por todo esto, la
pedagogía actual desaconseja forzar el aprendizaje del niño antes de la edad
oportuna. Se considera una tarea poco útil y estresante para el niño, por lo que
tal vez sería más perjudicial que beneficiosa. Por ejemplo, qué sentido tendría
«torturar» al niño con el aprendizaje de la lectura cuando cuenta tres años de
edad, si observamos que a los seis va a leer igual que otro niño que haya
iniciado esa tarea unos
meses antes.
Eso sí,
una vez instaurada la maduración, el aprendizaje posterior puede modularla y,
sobre todo, enriquecerla, dotándola de gran solidez.
Tras
establecer las diferencias descritas entre ambos términos, pasemos a analizar lo
que al principio llamábamos etapa de madurez en la personalidad. Durante ella,
los modelos y líderes erigidos en la adolescencia pierden sentido al instaurarse
la propia identidad.
La forma
de pensar se hace más personal y particular, elaborándose una ideología y unos
criterios originales y propios que ya no tienen por qué coincidir necesariamente
con los de la mayoría. De esta forma se consolida la conciencia social,
definiéndose el sentimiento de integración o de marginación con respecto al
grupo.
En el
plano afectivo, sentimientos como el amor, la amistad, la generosidad, la
solidaridad, etc., así como sus opuestos, se ciñen a un patrón común, definido
por la propia personalidad. Se pierde la veleidad del adolescente, en pro de una
estabilización afectiva.
Tal vez
la faceta más destacable sea la instauración de la responsabilidad, encauzada
básicamente hacia el trabajo y la familia, donde el cuidado de los hijos
adquiere especial relevancia.
Las
experiencias previas influyen notablemente en la maduración de la personalidad,
ya que contribuyen a poner a la persona en contacto con la realidad a la vez que
exigen que se decida por formas de comportamiento.
La
experiencia es una fuente de aprendizaje psicológico que se guarda en la memoria
(«memoria experiencial»), siendo de gran utilidad cuando se plantean nuevas
dificultades. En este sentido hay que destacar que una sobreprotección de los
padres hacia el niño puede retrasar la maduración de su personalidad. Los niños
excesivamente protegidos carecen de criterios propios en relación a su edad, ya
que adoptan directamente los de sus padres, que toman las decisiones por ellos a
fin de evitarles el mayor número posible de peligros, problemas o fracasos.
Estas
actitudes de sobreprotección favorecen la inmadurez, ya que al llegar a la edad
adulta esos niños carecen de suficiente capacidad de decisión al no haberse ido
acostumbrando poco a poco a enfrentarse a las dificultades decidiendo por sí
mismos, con lo que se encuentran inseguros, sin saber qué hacer, frente a las
situaciones nuevas que se les plantean, reclamando continuamente el
asesoramiento de los demás.
Por otro
lado, la falta de experiencias anteriores hacen que no se hayan acostumbrado
suficientemente a sufrir ciertos fracasos, lo que les hace muy vulnerables a las
frustraciones, al tiempo que carecen de un aprendizaje previo que les
facilitaría la orientación necesaria para resolver el problema, o de pautas de
actuación relativas a los resultados que, comportándose de uno u otro modo,
obtuvieron en situaciones anteriores más o menos similares. Por tanto, el niño
debe acercarse paulatinamente al papel que tendrá que asumir tras la
adolescencia, aprendiendo a decidir por sí mismo de un modo progresivo y a
elaborar las consecuencias de sus equivocaciones, a la vez que adquiere poco a
poco mayor independencia y autonomía, con lo que se favorece el adecuado
desarrollo de su personalidad.