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LA MUJER Y EL SIDA
Las siglas SIDA se refieren al Síndrome de InmunoDeficiencia Adquirida,
enfermedad que destruye la capacidad inmunitaria natural del cuerpo frente a
las infecciones, de manera que la persona atacada queda expuesta a
enfermedades como la neumonía o el cáncer y puede morir por su causa. El
virus de la inmunodeficiencia humana (el virus que causa el SIDA) es el VIH.
La enfermedad se contagia mediante el intercambio de líquidos corporales, lo
que se produce, en concreto, por:
1) Relaciones sexuales (tanto por introducción del pene en la vagina como en
el ano. También por las relaciones bucogenitales sin protección cuando se
tiene alguna lesión en la boca o por el intercambio de juguetes sexuales
como los consoladores...).
2) Sangre contaminada (transfusiones con sangre infectada por el virus HIV).
3) Agujas hipodérmicas contaminadas (peligro para quienes consumen drogas
por vía intravenosa).
4) Infección del hijo de la mujer embarazada durante la gestación, el parto
o la lactancia.
Dado que más del 90% de los pacientes de SIDA, en los Estados Unidos, está
constituido por varones (la mayoría de ellos, homosexuales o consumidores de
drogas por vía intravenosa), sobre ellos se ha centrado la máxima atención.
No obstante, en África, el SIDA ataca casi por igual a hombres y a mujeres,
por lo que es obvio que éstas pueden quedar infectadas y quedan, de hecho.
Más aún, en los Estados Unidos, el número de mujeres infectadas está
creciendo rápidamente, por lo que cada vez resulta más imprescindible
ocuparse de las necesidades de las mujeres que padecen SIDA.
En un estudio realizado con mujeres que padecían SIDA, más de la mitad se
habían infectado al inyectarse drogas por vía intravenosa. No obstante, el
segundo grupo en magnitud y el de crecimiento más rápido, ha contraído la
enfermedad a causa de relaciones sexuales con hombres infectados.
El SIDA constituye un problema para las mujeres por diversas razones. En
primer lugar, porque afecta a las mismas mujeres que se han contagiado.
Además, como desempeñan en cantidad desproporcionada los papeles sociales de
asistencia a enfermos, como los de enfermería, sobre ellas recae un peso
enorme con respecto al cuidado de los pacientes infectados por el virus HIV.
También son mujeres las madres, esposas y hermanas de los pacientes
infectados y sufren con los padecimientos de la persona infectada. El
apartado que se encuentra al final de este espacio presenta el relato de una
mujer sobre el impacto que le produjo el SIDA.
En relación con el SIDA, también son importantes la raza y el carácter
étnico. Aproximadamente el 40% de los pacientes de SIDA de los Estados
Unidos no son de raza blanca lo que resulta muy desproporcionado en relación
con la representación de los no blancos en la población general. Por
ejemplo, los afronorteamencanos constituyen el 12% de la población general,
pero, sin embargo, el 25 /° de los casos de SIDA se registra entre ellos.
Los hispanos representan el 7% de la población general, pero el 15% de los
pacientes de casos de SIDA son hispanos. La pauta de transmisión del SIDA en
las poblaciones minoritarias tiende a ser diferente de la presente en los
blancos.
Entre los afronorteamericanos, por ejemplo, la transmisión se produce con
mayor frecuencia en contactos heterosexuales, mientras que, en la población
blanca, suele producirse en contactos homosexuales.
Los programas de intervención y educación contra el SIDA para las mujeres de
distintas etnias tienen que ser sensibles a las diferencias culturales. Por
ejemplo, es preciso diseñar programas dirigidos a las mujeres de bajo nivel
de renta. La educación tiene que llegar a ellas siguiendo vías especiales,
por ejemplo, mediante el trabajo de organismos de beneficencia social. Los
programas educativos deben ser sensibles a las distintas actitudes con
respecto a la contraconcepción en diferentes grupos étnicos y a la oposición
de algunos contra el uso de preservativos. Es probable que los esfuerzos de
prevención consigan mejores resultados si involucran a toda la comunidad,
mediante los programas de radio y televisión, líneas telefónicas de contacto
urgente, grupos de residentes, grupos de las iglesias y organizaciones de
vecinos.
En nuestros esfuerzos para satisfacer las necesidades de los hombres que
padecen el SIDA, no debemos olvidar que también las mujeres están en
peligro.
El SIDA,
cómo cambió la vida de una mujer.
Me reuní con Miguel durante el verano después de acabar el bachillerato.
Estaba de vacaciones, de buen humor y dispuesta a hacerme cargo de todo lo
que la vida pudiera depararme. Conocí a Miguel cuando me pidió que
bailásemos en un bar. Unos cuantos bailes se convirtieron en algunas copas,
que nos llevaron a una conversación de horas. Nos sentimos atraídos
instantáneamente.
Supe de inmediato que Miguel era el tipo de hombre con el que siempre había
querido casarme. Era inteligente, divertido, guapo, masculino, sensible y
muy romántico. Dos días después de conocernos, hicimos el amor. Miguel
insistió en usar un preservativo, porque yo no practicaba ningún método de
control de natalidad. Me gustó que fuese responsable con respecto al sexo.
La mayoría de los hombres con los que había practicado el sexo no querían
saber nada de preservativos.
Dos días después, me dijo que me amaba y que quería casarse conmigo. Pero yo
creía que todavía no podía comprometerme con él, por lo que, cuando volví de
vacaciones, comenzó nuestra relación a larga distancia. Hubo muchas llamadas
telefónicas caras, largas cartas y planes de viaje.
A medida que pasaban los meses, descubrí que estaba enamorada de Miguel.
Cuando le llamé y se lo conté, me pidió que me casase con él. Le dije que
sí. Compramos el anillo de compromiso en ese fin de semana y todo iba de
maravilla. Unas horas antes de salir para el aeropuerto, nos dimos cuenta de
que no teníamos preservativos. Decidimos arriesgarnos por una vez e hicimos
el amor sin protección.
Cuando besé a Miguel al despedirlo en el aeropuerto, pensé en todo lo que
habíamos hablado después de hacer el amor ese día. Hablamos de lo espantoso
que es el SIDA y de que ambos pensábamos hacer las correspondientes pruebas.
Hablamos de cuántos compañeros de sexo habíamos tenido cada uno. Aunque no
dijimos números concretos, nos hizo gracia que yo pudiera contarlos con los
dedos de mis manos y él pudiera contar las suyas con los dedos de las manos
y de los pies. También me contó que, dos años antes, había tenido que sufrir
una operación que había requerido la transfusión de dos unidades de sangre.
Sabía que eso lo ponía en mayor peligro con respecto al virus del SIDA,
pero, en realidad, no le di importancia porque, después de todo, era mi
prometido. El no podía estar infectado. Pero, aún así, nuestra conversación
me preocupó lo bastante para decidir hacerme las pruebas de los anticuerpos
del SIDA.
Cuando le dije a Miguel lo que había hecho, vino para hacerse sus propias
pruebas. Unas semanas más tarde, supe que mis pruebas habían dado negativo.
Llamé a Miguel y pude oírle llorar. Sus pruebas de anticuerpos del SIDA
habían resultado positivas.
Consolé a Miguel lo mejor que pude, asegurándole que le amaba. Después de
colgar el teléfono, caí de rodillas y empecé a llorar. Mi corazón palpitaba
con violencia al tiempo que todo mi mundo se derrumbaba.
Lo primero que pensé fue: "Te amo Miguel, pero no puedo casarme contigo", y
lo segundo: "¡Oh, Dios mío!, voy a coger el SIDA".
Las navidades con mi familia fueron un infierno. Quería morirme cuando me
señalaron un sitio y la tarjeta iba dirigida a Miguel y a mí. Me torturaba
ver a mis sobrinos y sobrinas y pensar que Miguel y yo nunca tendríamos
hijos. Las preguntas que hacía mi familia sobre Miguel y yo, la boda,
nuestros trabajos, nuestros planes sobre los hijos eran como tijeras que
cortaban mis entrañas. Sentía que no podía contarle la verdad a mi familia
porque no quería hacerles daño ni asustarlos. Me abrumaba todo. Tenía miedo,
muchísimo miedo.
Después de las vacaciones, volví a la clínica y le conté lo ocurrido a la
enfermera. Me dijo que volviera 14 semanas después de la fecha en la que
Miguel y yo hicimos el amor sin protección. Volé a visitar a Miguel, nos
sentamos y fijamos reglas para hacer el amor. No nos besaríamos en la boca,
no haríamos felaciones y Miguel utilizaría dos preservativos, retirándose
antes de eyacular. A veces me preguntaba si esas reglas no serían demasiado
exageradas, pero eran el único modo de sentirme lo bastante segura.
Me sentía fatal, tanto física como mentalmente. Cogí un resfriado que duró
dos semanas, seguido por una infección del tracto urinario. Perdí peso.
Cuando, por fin, le dije a Miguel que creía que no podría casarme con él,
los dos nos pusimos a llorar. Miguel comprendía bastante mis sentimientos,
al menos, la mayor parte. Sentía como si le abandonara cuando más me
necesitaba. Me sentía muy culpable, pero, sobre todo, estaba aterrorizada.
Todavía no sabía si yo era seropositiva o no.
Durante muchos días, lo único que pude hacer fue llorar, dormir, comer un
poco y volver a llorar. Estaba encolerizada con Dios por habernos hecho esto
a Miguel y a mí. Me sentí inmensamente celosa cuando oí que unos amigos míos
se iban a casar.
Pasados los 14 días, volvieron a hacerme las pruebas. Después de hacérmelas,
tenía que esperar otros 7 días hasta tener los resultados. Durante esos
días, viajé de nuevo a ver a Miguel. Como antes, fuimos muy cuidadosos con
el sexo..., pero, entonces, ocurrió. Cuando Miguel se retiraba, los
preservativos todavía estaban dentro de mí. No sabíamos si había eyaculado
dentro o si su pene estaba completamente fuera. Entonces me di cuenta de
que, aunque yo lo amaba mucho, muchísimo, no podía volver a hacer el amor
con él. Me estaba volviendo loca.
Cuando volví a casa, pude ver que los resultados de mis pruebas seguían
siendo negativos. Le dije a la enfermera lo que había ocurrido con los
preservativos el fin de semana anterior y me dijo que volviera pasados otros
14 días y, si mis pruebas seguían siendo negativas, según los centros de
control de enfermedades, yo no tendría el virus.
Ahora, no sé cuál será el resultado de mis siguientes pruebas. Miguel sabe
que, si es negativo, le dejaré. Teniendo en cuenta las circunstancias, él ha
sido muy amable y ha apoyado mi decisión. A veces, me siento muy culpable y
egoísta, pero sé que, mentalmente, yo no puedo hacer el amor con él y estar
constantemente preocupada por si lo hemos hecho con bastante cuidado.
Interiormente, sé que estoy haciendo lo correcto para mí.
Ya no volveré nunca a practicar el sexo sin protección. Y, si llego a
casarme, mi futuro esposo tendrá que someterse a las pruebas, porque no
estoy dispuesta a volver a pasar por esto.
Ahora, debo seguir viviendo y pensar en el futuro y no en el pasado. Pero
esto no me impide pensar en los bebés hermosos, de pelo negro y ojos azules
que podríamos haber tenido juntos. |
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