La
personalidad no tiene una estructura prefijada e inmóvil, sino que está sometida
a constantes cambios, especialmente durante la infancia y la adolescencia, ya
que durante estas épocas de la vida se va configurando paulatinamente, hasta que
en el adulto adquiere cierta solidez. No se puede decir que alguien tiene
realmente una personalidad definida hasta que ha concluido este proceso, que
equivale a la maduración de la personalidad.
El
término «maduración» se aplica a la personalidad por similitud con los frutos,
que nacen y crecen progresivamente hasta que llega un momento en que el proceso
se detiene, se ultiman los cambios finales y decimos que se ha alcanzado la
madurez. Algo similar ocurre con la personalidad, pero con la particularidad de
que no todas las personas maduran a la misma edad, sino que algunas ven
retrasarse este proceso, produciéndose una falta de sincronía entre su edad
cronológica y su edad psicológica. Entonces decimos que nos hallamos ante una
personalidad inmadura.
Cuando
nos referimos a un niño, podemos decir que tiene una personalidad inmadura para
su edad si ésta está retrasada con respecto a la de los demás niños en el
proceso madurativo. Si nos referimos a un adulto, decimos, sin más, que tiene
una personalidad inmadura. Actualmente se viene observando un cierto retraso en
la maduración de la personalidad entre los jóvenes, como si se fuese alargando
el período propio de la adolescencia a la vez que se asumen con mayor precocidad
las actividades propias de esta edad. Es cada vez más frecuente encontrar niños
de poco más de diez años que se comportan ya como adolescentes, mientras que
muchos adultos de más de veinte, veinticinco o incluso treinta años, siguen sin
dejar atrás la adolescencia. Estos últimos, evidentemente, tienen una inmadurez
de personalidad, problema que ha aumentado notablemente durante los últimos
años.
¿Cuáles
son los rasgos que definen la inmadurez de la personalidad? En primer lugar,
estas personas tienen un conocimiento equívoco o superficial de sí mismas, a lo
que se añade una falta de coherencia en sus planteamientos, que procede, en
buena medida, de la ausencia de una identidad personal y de un objetivo de vida
suficientemente perfilado. Son personas poco estables emocionalmente, con
tendencia a los altibajos de ánimo, que surgen incluso por motivos
insignificantes (un pequeño fracaso, un comentario de otras personas, etc.).
En
general, tienen un bajo umbral de tolerancia a las frustraciones que hace que se
derrumben cuando cualquier cosa no sale tal como habían previsto. Si alguien se
niega a que se cumplan sus deseos o caprichos reaccionan de forma impulsiva, a
veces con agresividad, lo que deteriora aún más sus relaciones interpersonales,
que suelen ser un tanto conflictivas, dada su dificultad para dar y recibir
auténtico amor, para comunicarse abiertamente con los demás, para dejarse
conocer y establecer lazos afectivos francos y sinceros. También influye en este
sentido la falta de control emocional y los comportamientos consecuentes a
fuertes contradicciones internas.
La falta
de constancia, típica de las personalidades inmaduras, responde a la falta de
planteamientos serios en su vida, la versatilidad propia de la falta de
equilibrio emocional y de criterios firmes de conducta, dentro de un marco
carente de una escala de valores suficientemente sólida y realista, donde son
frecuentes las idealizaciones previas, a las que siguen un «sentirse defraudado»
que determina actitudes rígidas y rebeldes.
La
intolerancia e inflexibilidad que demuestran frecuentemente los inmaduros en sus
planteamientos con otras personas contrasta, a veces, con la transigencia que
sostienen hacia sí mismos, lo que no es más que una manifestación de su falta de
coherencia interior. En otras ocasiones se puede advertir una exagerada
influencia de las opiniones ajenas, quedando al arbitrio de la moda o de la
influencia pasajera de alguna persona que adoptan como líder. Es lo que
comúnmente se entiende por «falta de personalidad».
También
se produce un imperio del presente, ya que tan sólo se pretende sacarle el
máximo partido a lo que tenemos entre manos, sin valorar las consecuencias que
este tipo de comportamiento pueda acarrear en el futuro. Sentir intensamente las
vivencias del momento, ya que la sensualidad se sitúa, en primer plano, como
principal fuente de autoafirmación de esa personalidad poco configurada. Se
establece el hábito de comportarse siguiendo directamente los propios impulsos o
tendencias («hacer algo porque me apetece»), sin tener prácticamente en cuenta
planteamientos de mayor envergadura, a la vez que denuncia con exagerada
vehemencia el más mínimo error o debilidad advertido en personas (generalmente
adultos que mantienen un cierto nivel de autoridad sobre ellos) con criterios y
personalidades más estructurados.
Otros
rasgos propios de las personalidades inmaduras serían la falta de
responsabilidad y de fuerza de voluntad, y una dificultad para aceptar la
realidad de la vida, que incluye generalmente la no aceptación de los demás ni
de sí mismos, que favorece la tendencia a escaparse del mundo real con la
imaginación, huyendo hacia un mundo de fantasías, en donde se cumplen esos
deseos insatisfechos, lo que a medio y largo plazo contribuye a distanciar más a
estas personas de objetivos vitales realistas, con lo que en última instancia
quedan desorientados, sin rumbo, lo que constituye otra característica de
inmadurez.
Como
resultado final de todas estas características, se produce una falta de
independencia, de auténtica autonomía, que dificulta el que estas personas se
puedan desenvolver por sí mismas de una forma adecuada; son, por tanto, como
niños con la edad de adultos, personas incapaces de asumir con responsabilidad
tareas propias de estos últimos, como el matrimonio, la paternidad, etc.