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al cómo de las realidades —ciencia en sentido estricto—, surge espontáneamente
el por qué y el para qué de las mismas. La psicología evolutiva y la psicología
tipológica revelan la coherencia de las sucesivas motivaciones configuradoras de
cualquier proyecto personal. El momento culminante del desarrollo de la
inteligencia es la pregunta sobre el fin del ser humano. Su respuesta a lo largo
de la historia define el hecho universal de la religiosidad. Cuestión aparte, y
sin duda no exclusiva de la psicología, es la del grado con que la viven los
individuos. Lo cierto es que no se conoce ningún pueblo sin religión. De un modo
u otro, más o menos operativa, la creencia de un Ser Supremo es una constante
histórico-social de primer rango.
Psicología de la religión.
El
análisis del fenómeno religioso, no obstante la diversidad de sus formulaciones
doctrinales y sus manifestaciones individuales y colectivas, permite destacar
una serie de elementos comunes:
La
creencia en realidades suprasensibles cuya naturaleza escapa a las leyes y
limitaciones del espacio y tiempo vividos o experimentables.
La creencia de que esas
realidades se hallan articuladas en un orden personal o modo de existencia
propio en exclusiva de Dios. Las excepciones politeístas y las atribuciones
antropomórfícas, psicológicamente explicables, no alteran lo sustantivo del
hecho de creer.
La conciencia de que la
vida humana se encuentra referida en términos de dependencia, así mismo
personal, a ese orden divino del que el mundo visible es como su expresión o
imagen.
La
posibilidad, asumida de ordinario como exigencia, de comunicación, ya ahora
antes de la muerte —considerada como tránsito—, con ese mundo trascendente,
posibilidad que se acentúa en las diversas formas y especies del culto y el uso
ritual de ciertos objetos de la naturaleza sensible.
La
creencia en la necesidad del oficio sacerdotal.
La
convicción de que la religión como formalización de las creencias, con
independencia de los dinamismos intelectuales, afectivos e históricos del sujeto
creyente, no es un producto de la mente humana, sino algo transmitido de alguna
manera por Dios mismo. lustamente, lo tradicional de cualquier religión se funda
en este hecho.
Lo humano
y lo divino.
Lo humano
y lo divino son psicológicamente inseparables. El sujeto de la creencia es el
ser humano; su fin último —del que toda creencia se nutre— es Dios. La misma
apropiación (semántica) del término divino como predicado de algo, se funda en
su eminente autoridad o grandeza y remite en última instancia a algún modo de
identificación o participación en la naturaleza divina.
Es
necesario subrayar que la psicología, aun superando el reduccionismo sufrido en
sus fundamentos, objeto y métodos, sería insuficiente para explicar la raíz
última de las disposiciones humanas respecto a la religión. La libertad, a pesar
de ser psicológicamente constatable (no existe, en rigor, un «determinismo
psicológico»), sigue siendo, entre la negación determinista y su espasmódica
afirmación por el liberalismo absoluto del no-ser del existencialismo ateo,
realidad tan misteriosa como la del bien y el mal. Pero siendo cierto que, como
psicólogos, el análisis filosófico de la religión no nos concierne (lo que no
legitima la exclusión de consideraciones filosóficas reflejas), tampoco es menos
cierto que, en concordancia con los elementos comunes del fenómeno religioso
anotados más arriba, el registro del vivenciar religioso individual muestra, de
manera directa e inmediata, la unión entre la advertencia de la propia
espiritualidad y el reconocimiento de Dios.
Rudolf
Otto habla de ese «misterium tremendum et fascinan que convoca el entero
espíritu humano a anonadarse y volcarse ante él»; no porque la motivación sea
irracional a la manera psicoanalítica, sino porque en función de la racionalidad
misma del psiquismo humano, se reconoce la limitación del entendimiento.
Perfectamente compatible, por un lado, con la intuición profunda de las raíces
inmanentes-trascendentes de todo lo real (Bergson), de la experiencia de la
propia finitud como revelación de lo infinito (laspers), del agonizar para vivir
más, y más intensa y eternamente (Unamuno), etc., y, de otro, de la razón
implicada en el mero «sentimiento de la presencia de Dios» (Teresa de lesús).
La
conclusión es clara: el vivir —ver, sentir, hacer— del creyente no se deriva,
aun cuando en ocasiones sea condicionado por sentimientos anómalos, de la
conciencia de tales o cuales carencias humanas, sino de realidades positivamente
dadas. El «cómo» se reciben y el modo de actuarlas existencialmente es cuestión
que atañe a la investigación histórica de las religiones y al estudio comparado
de su dinamismo individual y colectivo. La diversidad del cómo y las maneras es
prácticamente innumerable: desde el raciocinio de las vías de la escolástica
hasta el cataclismo físico de las conversiones a lo Saulo, pasando por el
impacto de las visiones intelectuales de la mística y los sentimientos de
cognición de un García Morente o un Frossand en el ver que compromete.
El hecho
cierto es que la única doctrina que se reconoce a sí misma articulada sobre una
«fe» gratuitamente recibida y una revelación tan fuera del alcance del
entendimiento humano como compatible con él es la cristiana. Tales son las notas
que pueden explicar psicológicamente la actitud contradictoria de las gentes
frente a lesucristo y su mensaje, actitud prevista proféticamente en la misma
revelación: en las palabras que el anciano hebreo Simeón dirige a la Madre del
Niño en el momento de su presentación en el templo de lerusalén (Ev. Lucas. II,
34-35).
Del
discurso psicológico precedente se desprende como consecuencia la necesidad de
creer en Dios. No es, ya se ha indicado, una necesidad de suplir carencias más o
menos transitorias o circunstanciales. La necesidad de creer viene dada en el
registro de esa constitutiva deficiencia global que reclama constantemente una
plenitud capaz de dar sentido a la vida misma. Realizarse es tanto como alcanzar
la plena participación de lo real que, por ser en sí mismo, comprende la verdad
y el bien absolutos: tarea sin duda lenta y arriesgada, cuyas desviaciones son
el mejor testimonio de la exigencia que implica. Tanto la búsqueda como la
negativa de Dios son reflejo de su existencia. De una existencia personal más
patente en la concreta intimidad del hombre que en el reflejo, a menudo lejano,
del fascinante cosmos del que la criatura humana, desde su pequeñez física,
forma parte principal.
Buscar a
Dios —vivir desde la verdad y hacer el bien— es necesidad que sólo satisface la
plenitud posible de la existencia histórica cuando se realiza de manera
diligente, frecuente y habitual.