LOS TRAUMAS
El
término trauma significa herida. Freud fue el primero que comenzó a utilizar de
forma sistemática esta palabra dentro del ámbito de la psicología, para
describir las heridas psíquicas que puede sufrir una determinada persona como
consecuencia de un acontecimiento o situación que influya de forma negativa en
su vida psicológica. Los traumas están íntimamente relacionados con las
vivencias. Una vivencia es una experiencia que deja huella en la personalidad,
es decir, que tiene la suficiente importancia como para marcar o modificar
nuestra forma de ser después de haberla vivido.
Cuando
alguna vivencia o conjunto de vivencias produce un gran impacto en la vida
psicológica de un individuo, ya sea por la intensidad de las mismas, ya porque
se trate de alguien psicológicamente débil, y algunas de sus parcelas
psicológicas quedan heridas o destruidas, decimos que ha sufrido un trauma, y,
por tanto, que ha quedado traumatizado, como si se hubiese producido una herida
o desgarro en su personalidad.
Los
traumas psicológicos repercuten, sobre todo, en la actitud y la conducta futuras
de la persona que los ha sufrido. Por ejemplo, un desengaño amoroso de cierta
envergadura puede hacer que una persona cambie de actitud con las personas del
sexo opuesto, estableciendo una serie de mecanismos psicológicos de defensa que
tienden a evitar que se repita una situación similar, lo que se puede traducir
en un distanciamiento afectivo y cierta desconfianza a la hora de plantearse la
posibilidad de una nueva relación de pareja.
Los
traumas pueden afectar a cualquier esfera de la psicología personal y pueden
producirse a todas las edades. Tradicionalmente la mayoría de los autores han
destacado la importancia de los traumas infantiles y juveniles, ya que durante
esta época la personalidad todavía no se ha configurado de forma definitiva, con
lo que los traumas influyen de forma más decisiva en la estructura de la misma.
Además, los jóvenes y adolescentes tienen menor capacidad para asimilar,
elaborar y adaptarse a ciertas situaciones conflictivas desde el punto de vista
psicológico, con lo que éstas suelen tener un mayor poder traumatizante. Este
último aspecto tiene una importancia capital, ya que no todas las situaciones
dotadas, en principio, de un alto poder traumatizante como las de pérdida,
abandono, humillación, agresión, etc., producen traumas de forma obligada. Si
son elaboradas por la persona que las padece de forma adecuada pueden incluso
tener un cierto efecto beneficioso. Al fin y al cabo, tras estas experiencias
surgen una serie de mecanismos de aprendizaje, tanto en el nivel consciente como
en el inconsciente, que, si son adecuados, pueden enriquecer la personalidad y
constituir un estímulo para el desarrollo de ésta en un sentido expansivo. Por
ejemplo, un suspenso puede servir para que un niño tome conciencia de lo
reducido de su esfuerzo y estimularle para que estudie más tiempo, con más
profundidad y con una técnica de estudio mejor. Por el contrario, siguiendo con
el mismo ejemplo, un suspenso puede tener consecuencias diametralmente opuestas,
es decir, provocar un mayor abandono de los estudios, casos de desadaptación
escolar, etc.
Si el
traumatismo tiene suficiente envergadura puede conducir a un desarrollo anómalo
de la personalidad: los diversos traumas que se padecen en el transcurso de la
vida van originando mecanismos psicológicos de defensa, represión,
desplazamiento, etc., que, por ser inadecuados, llegan a configurar una
personalidad deteriorada, más inestable y más débil, de carácter anómalo, es
decir, a caballo entre lo normal y lo patológico.