Si consideramos la vida como un viaje que posee sus
propias señales indicadoras y sus propios itinerarios, hay que admitir que
esta parte de la expedición vital -la adolescencia- es la que está peor
señalizada y programada.
El drama del adolescente radica en que la empresa de
salir adelante por su sola capacidad de adaptación a su nuevo papel en la
vida, conlleva una desproporción considerable entre la meta propuesta y los
medios disponibles para alcanzarla. La situación del adolescente es
comparable al viajero que tiene que nadar entre dos sitios (infancia y edad
adulta), con muy escasos conocimientos de natación (falta de recursos y de
experiencia), con una travesía llena de escollos y peligros (influencia
negativa del ambiente) y sin saber exactamente dónde está y qué le espera al
otro lado (desorientación). Y, sin embargo, llega, con más o menos
dificultades, a su destino. ¡Éste es el gran triunfo del adolescente!
¿Cómo considera la sociedad a sus jóvenes? ¿Qué papel les
concede? ¿Qué hace para facilitarles el paso a la vida adulta?... El
malestar y la confusión de los jóvenes nace del hecho que las sociedades
industriales modernas no han sabido tomar ninguna medida eficaz para
facilitar al adolescente su inserción en el mundo adulto. Por el contrario,
están prolongando la duración de la adolescencia mucho más allá de la
madurez sexual que fisiológicamente le confiere un estatus adulto. Hace
algunos años que contamos con la llamada "moratoria psicosocial", que
mediante la prolongación de la escolaridad obligatoria retrasa la entrada de
los jóvenes en el campo de la responsabilidad propia de los adultos. Para
los jóvenes el paro empieza antes que el movimiento.
El desplazamiento entre la madurez biológica y la madurez
social, que no está combinado con ningún estatus bien definido, alimenta la
desorientación y ambigüedad en que se encuentran nuestros jóvenes. Tanto más
cuanto que ningún criterio preciso determina el momento de la madurez social
que variará de caso en caso según el medio, la situación económica de los
padres, su carácter, sus ideas y sus prejuicios, las tradiciones familiares,
etc.
No existe ningún ritual que comunique claramente a los
niños que la infancia ya ha quedado atrás. La iniciación a la edad adulta
está formada por una serie de pequeños acontecimientos (indumentaria de
moda, puesta de largo, entrega de la llave de casa, novatada, etc.) que, de
manera acumulativa, implican que la niñez ya se ha superado. Pero que nadie
se llame a engaño, porque estos restos más o menos edulcorados, light,
de las antiguas costumbres y ritos que sancionaban el paso a la
condición adulta, no clarifican la situación de los jóvenes. Los indicativos
son tan tenues, que padres e hijos pueden estar en desacuerdo sobre en qué
etapa se está y, en consecuencia, sobre cuáles son los derechos, privilegios
y responsabilidades que ahora están vigentes. Se impone la negociación entre
las partes interesadas para llegar a un compromiso "de buena conformidad".
Sin embargo, en donde reina la confusión es probable que más tarde surja el
enfrentamiento...