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LA VOZ DE LA MENTE
En mi caso, ese primer destello de conciencia se manifestó siendo
estudiante. Solía tomar el metro dos veces a la semana para ir a la
biblioteca, generalmente a eso de las nueve de la mañana, terminando la
hora de la congestión. Una vez me senté al frente de una mujer de unos
treinta años. La había visto otras veces en el mismo tren. Era imposible
no fijarse en ella. Aunque el tren estaba lleno, nadie ocupaba los dos
asientos al lado de ella, sin duda porque parecía demente. Se veía
extremadamente tensa y hablaba sola sin parar, en tono fuerte y airado.
Iba tan absorta en sus pensamientos que, al parecer, no se daba cuenta de
lo que sucedía a su alrededor. Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo y
ligeramente hacia la izquierda, como si conversara con alguien que
estuviera en el asiento vacío de al lado. Aunque no recuerdo el contenido
exacto de su monólogo, era algo así: "Y entonces ella me dijo... y yo le
contesté que era una mentirosa y cómo te atreves a acusarme... cuando eres
tú quien siempre se ha aprovechado de mi... Confié en ti y tú traicionaste
mi confianza...". Tenía el tono airado de alguien a quien se ha ofendido y
que necesita defender su posición para no ser aniquilado.
Cuando el tren se aproximaba a una estación, se puso de pie y se dirigió a la
puerta sin dejar de pronunciar el torrente incesante de palabras que salían de
su boca. Como era también mi parada, me bajé del tren detrás de ella. Ya en la
calle comenzó a caminar, todavía inmersa en su diálogo imaginario, acusando y
afirmando rabiosamente su posición. Lleno de curiosidad, la seguí mientras
continuó en la misma dirección en la que yo debía ir. Aunque iba absorta en su
diálogo imaginario, aparentemente sabía cuál era su destino. No tardamos en
llegar a un edificio en el que se alojaba la biblioteca. Sentí un
estremecimiento. ¿Era posible que nos dirigiéramos para el mismo sitio?
Exactamente, era hacia allá que se dirigía. ¿Era profesora, estudiante,
oficinista, bibliotecaria? Iba a unos veinte pasos de distancia de tal manera
que cuando rebasé la puerta del edificio (el cual fue, irónicamente, la sede de
la "Policía de la mente" en la versión cinematográfica de 1984, la novela de
George Orwell), había desaparecido dentro de uno de los ascensores.
Me sentí desconcertado con lo que venía de presenciar. A mis 25 años sentía que
era un estudiante maduro en proceso de convertirme en intelectual y estaba
convencido de poder dilucidar todos los dilemas de la existencia humana a través
del intelecto, es decir, a través del pensamiento. No me había dado cuenta de
que pensar inconscientemente es el principal dilema de la existencia humana.
Pensaba que los profesores eran sabios poseedores de todas las respuestas y que
la Universidad era el templo del conocimiento. ¿Cómo podía una demente como ella
formar parte de eso? Seguía pensando en ella cuando entré al cuarto de baño
antes de dirigirme a la biblioteca. Mientras me lavaba las manos, pensé, "Espero
no terminar como ella". El hombre que estaba a mi lado me miró por un instante y
me sobresalté al darme cuenta de que no había pensado las palabras sino que las
había pronunciado en voz alta. "Por Dios, ya estoy como ella", pensé. ¿Acaso no
estaba tan activa mi mente como la de ella? Las diferencias entre los dos eran
mínimas. La emoción predominante era la ira, mientras que en mi caso era
principalmente la ansiedad. Ella pensaba en voz alta. Yo pensaba,
principalmente, dentro de mi cabeza. Si ella estaba loca, entonces todos
estábamos locos, incluido yo mismo. Las diferencias eran solamente cuestión de
grado.
Por un momento pude distanciarme de mi mente y verla, como quien dice, desde una
perspectiva más profunda. Hubo un paso breve del pensamiento a la conciencia.
Continuaba en el cuarto de baño, ya solo, y me miraba en el espejo. En ese
momento en que pude separarme de mi mente, solté la risa. Pudo haber sonado como
la risa de un loco, pero era la risa de la cordura, la risa del Buda del vientre
grande. "La vida no es tan seria como la mente pretende hacérmelo creer",
parecía ser el mensaje de la risa. Pero fue solamente un destello que se
olvidaría rápidamente. Pasaría los siguientes tres años de mi vida en un estado
de angustia y depresión, completamente identificado con mi mente. Tuve que
llegar casi hasta el suicidio para que regresara la conciencia y, en esa
ocasión, no fue apenas un destello. Me liberé del pensamiento compulsivo y del
yo falso ideado por la mente.
El incidente que acabo de narrar no solamente fue mi primer destello de
conciencia, sino que también sembró en mi la duda acerca de la validez absoluta
del intelecto humano. Unos meses más tarde sucedió una tragedia que acrecentó
mis dudas. Un lunes llegamos temprano en la mañana para asistir a la conferencia
de un profesor al que admiraba profundamente, sólo para enterarnos de que se
había suicidado de un disparo durante el fin de semana. Quedé anonadado. Era un
profesor muy respetado, quien parecía tener todas las respuestas. Sin embargo,
yo todavía no conocía ninguna otra alternativa que no fuera cultivar el
pensamiento. Todavía no me daba cuenta de que pensar es solamente un aspecto
minúsculo de la conciencia y tampoco sabía nada sobre el ego y menos aún sobre
la posibilidad de detectarlo en mi interior.
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