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La muerte de los
sueños.
Es cierto que
no se sacia el ojo de ver ni se harta el oído de oír, que el conseguir
muchos deseos no deja satisfecha el alma y que en todo deseo se encuentra la
trampa de la distracción y del engaño. Pero tenemos que ser muy cautos con
las doctrinas que nos exhortan a morir a los propios sueños y deseos.
Vivir espiritualmente no significa escapar de las condiciones o reprimirlas,
sino comprenderlas, amarlas y actuar sobre ellas de la manera más adecuada
para, finalmente, dejarlas cambiar. Mientras se pretenda mejorar las
condiciones que se observan en la existencia, mientras se desee mejorar la
propia vida o la vida de la humanidad, y se trate de obtenerlo por la fuerza
en lugar de tomar el camino de la comprensión, se permanecerá en el juego de
la causa y del efecto. No olvidemos que la forma en que uno se comporta
determina sus condiciones presentes y futuras.
No es lo más apropiado seguir la doctrina que incita a morir a los sueños y
deseos. Este no suele ser el objetivo de nuestras vidas y, por eso, no nos
lo debemos imponer. Es necesario que vivamos con nuestros sueños y deseos,
comprenderlos y, si obramos adecuadamente, algunos de ellos se disiparán por
sí mismos. No es lo mejor desear lo que no se puede ser, sino que debemos
prestar atención hacia la realidad de nuestras vidas, día a día, ser del
todo conscientes y obrar adecuadamente.
La persona que vive espiritualmente tiene la capacidad de soportar los
embites de las tormentas emocionales. A esta virtud se le llama templanza,
que es la moderación de los excesos emocionales. El objetivo de la vida
espiritual no es la represión de las emociones o deseos, porque una vida sin
emoción sería una estéril indiferencia ajena a la riqueza de la vida misma,
sino su proporción en su adecuación a las circunstancias. Tratar
apropiadamente los propios deseos y emociones es la clave de la vida
espiritual y del bienestar emocional, ya que los sentimientos perturbadores
que crecen intensamente o que perduran durante demasiado tiempo socavan la
propia estabilidad. Cuando los deseos y las emociones son desbordantes y
persistentes – como ocurren en el caso de la depresión paralizante, de la
ansiedad abrumadora, de la ira desbocada o de la agitación maníaca -se
convierten en algo patológico, mientras que si son amordazados, generan
apatía.
Un síntoma de la muerte de los sueños es la paz. Cuando mueren nuestros
sueños la vida pasa a ser una tarde de domingo en la que no nos pedimos
cosas importantes y no nos exigimos más de lo que queremos dar. Creemos
entonces que ya estamos maduros; abandonamos las fantasías de la juventud y
conseguimos realizarnos personal y profesionalmente. Nos sorprendemos cuando
alguien de nuestra edad dice que quiere todavía esto o aquello de la vida.
Pero, en verdad, en lo íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo que ocurrió
fue que renunciamos a luchar por nuestros sueños.
Cuando renunciamos a nuestros sueños y encontramos la paz disfrutamos un
pequeño período de tranquilidad. Pero los sueños muertos comienzan a
pudrirse en nuestro interior e infectan todo el ambiente en que vivimos.
Empezamos a ser crueles con los que nos rodean y, finalmente, pasamos a
dirigir esta crueldad contra nosotros mismos. Surgen las enfermedades y las
psicosis. Lo que queríamos evitar en el combate por lograr nuestros sueños
-la decepción y la derrota- pasa a ser el único legado de nuestra cobardía.
Y llega un bello día en que los sueños muertos y podridos vuelven el aire
tan difícil de respirar que pasamos a desear la muerte, la muerte que nos
libre de nuestras certezas, de nuestras ocupaciones y de aquella terrible
paz de las tardes del domingo.
Lo importante es la calidad del trabajo espiritual que realizamos día a día,
y no tiene sentido querer empezar la casa por el tejado ¿De qué nos sirve
desear ser mejor mañana, si no respondemos a los retos del presente?
Debemos, pues, ver la realidad y no vivir de ilusiones. No es la mejor
elección huir del presente pensando en el futuro, de esta forma no se
favorece la desaparición del ego y su impureza. |
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