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QUÉ
PASA CON LOS HIJOS EN EL DIVORCIO O SEPARACIÓN
¡Cómo
cambia la convivencia con la llegada de los hijos! Muchas parejas, si pudieran,
darían marcha atrás y, paradójicamente, muchas otras darían su vida por tener
hijos.
Los
niños no arreglan las parejas en crisis, en todo caso, dilatan y prolongan esas
crisis en el tiempo.
Tener un
hijo seguramente es la mayor responsabilidad que una persona puede asumir, pero,
a veces, ¡con qué facilidad se traen niños al mundo sin haberlo pensado, sin
haberlo deseado y sin haberlo previsto!
Los
niños ayudan a madurar a quien estaba preparado para ser padre y desestabilizan
a quien estaba inmaduro.
Los niños
no son una solución, ni una tragedia, pero durante una etapa importante de su
vida, en que se configura su carácter y se establecen las bases de esa persona
adulta que será después, nos necesitan a nosotros, y sería una irresponsabilidad
dejarlos «a su suerte»; necesitan todo nuestro apoyo y necesitan
fundamentalmente nuestro amor, dedicación, tiempo, paciencia y segundad.
En la
educación de los niños de hoy están fallando principios muy básicos: muchos
padres se sienten sin tiempo, sin espacio, presionados y sin alternativas para
acometer su labor con sus hijos; muchos educadores se sienten sin autonomía, sin
recursos, sin libertad para realizar su importante misión; muchos niños se
sienten impotentes, desorientados, perdidos y, lo que es peor, se sienten solos;
solos ante sus miedos, sus dudas, sus experiencias; solos ante su vida.
La
sensación de soledad en un niño es una de las emociones que más le
desestabiliza. Sabemos que los niños aprenden por «modelo», aprenden lo que ven.
La soledad, como la desesperanza, desgraciadamente también se aprende.
Los niños
se pasan la vida observando y analizando, y cuando la relación que observan en
sus padres dista mucho de ser una relación afectiva, donde imperen el cariño, el
amor y el respeto mutuo, esa vivencia, lejos de ofrecerles seguridad y
confianza, les llena de insatisfacción y de inestabilidad.
Con
frecuencia, los niños manifiestan sus miedos y sus temores a través de conductas
extremas, donde la agresividad y el desconcierto hacen acto de presencia. Es su
forma de pedir ayuda, de decirnos que no están bien.
A veces
nos quedamos en la superficie de sus manifestaciones; no vemos más allá de lo
que muestran al exterior, nos empeñamos en tratar sus consecuencias, y se nos
escapan sus orígenes; esas causas que provocan su aturdimiento y su
desorientación.
Con
frecuencia nos resulta difícil tomar decisiones que parecen demostrar nuestro
fracaso.
Muchas
personas se equivocan y siguen caminos erróneos. La solución no es prolongar una
agonía, sino sanar una patología.
Y
patológicas son muchas de las relaciones que sólo consiguen que uno, o los dos
miembros de la pareja, se sientan prisioneros de una decisión errónea o esclavos
de unas circunstancias adversas, que sólo provocan infelicidad y desolación.
Es lógico
que nos preguntemos: ¿qué pasa con los niños?, ¿cómo les afectarán estas
circunstancias?, ¿existe alguna edad en que sufran menos?, ¿cómo debemos actuar
con ellos?
Con
frecuencia vienen muchos padres a la consulta en demanda de ayuda y orientación.
No pueden entender que a su pareja no le importe lo que pueda ocurrir con su/s
hijo/s. La realidad es que cuando tenemos personas que no saben sentir, tampoco
saben querer.
Afortunadamente, el problema no está en los niños, sino en los adultos; y cuando
éstos reaccionan bien, los niños inmediatamente se sienten mejor, se comportan
mejor y nos ayudan en nuestra propia recuperación.
Hay una
serie de pautas que nos pueden resultar muy útiles y que nos ayudarán a
proporcionar al niño lo que tanto necesita: tranquilidad, una situación clara y,
al menos, una persona adulta que le proporcione la seguridad y el amor que le
son indispensables para su vida y su desarrollo.
Pautas
que pueden ayudarnos con los niños ante situaciones de crisis en las parejas:
— Cuanto
más pequeño sea el niño, mejor podrá afrontar la separación de sus padres (a los
tres años será mejor que a los cinco, y a los siete mejor que a los once...). En
el niño pequeño prevalece el recuerdo inmediato sobre el mediato (las
experiencias cercanas en el tiempo a las lejanas); por ello, pasados unos meses,
estará razonablemente adaptado a la nueva situación.
— Cuanto
menos se haya deteriorado la relación entre los padres: ¡mejor para los niños!
En este sentido, conviene recordar que, una vez comprobado que la relación de la
pareja ha tocado fondo, y que ya no responde a las necesidades o expectativas de
sus integrantes —o de uno de ellos—, cuanto antes se lleve a efecto la
separación, menos opciones habremos dado a que la relación continúe
deteriorándose, y menos habremos prolongado el desgaste y el sufrimiento
innecesario de las principales personas implicadas.
Esperar
por no querer ver, por no querer aceptar que todo está perdido, sólo nos lleva a
una situación extrema, que podríamos haber evitado.
Muchas
veces, cuando la situación que viven es tan dura, la principal queja de los
hijos a sus padres no es por qué se han separado, sino por qué no son capaces de
separarse, o por qué no se separaron antes. Es importante que ambos progenitores
expliquen a sus hijos, con calma y de forma pausada, sin escenas dramáticas, que
a partir de ahora las cosas van a estar más tranquilas en casa —inevitablemente
los niños se habrán dado cuenta de la crisis, incluso aunque los padres no hayan
tenido escenas especialmente tensas y su convivencia haya sido aceptable—. Le/s
insistirán al máximo en que él/ellos le siguen queriendo mucho, que él/ellos no
tiene/n culpa de nada, que lo que ocurre es que papá y mamá han decidido vivir
separados, pero que el progenitor que no viva con ellos les verá con frecuencia
y podrán estar con él la mitad de los fines de semana.
Los
niños, ante una separación o una situación crítica que vivan los padres,
inmediatamente piensan que ellos han podido tener parte de culpa; por lo que una
de las primeras cosas que haremos será liberarles de cualquier sentimiento de
culpabilidad.
Cuando
uno de los padres no acceda a tener esta conversación conjunta, o no se sienta
capaz de hacerlo de forma tranquila y serena, el otro progenitor deberá hablar
cuanto antes con los niños. Cuando los niños se dan cuenta de que algo está
ocurriendo, lo peor para ellos es la incertidumbre; su imaginación siempre es
desbordante, sus miedos deforman la realidad, y sus pensamientos les
intranquilizan mucho más que el conocimiento de la verdad contada por su
padre/madre.
El
contenido de la conversación será claro y preciso, el padre o la madre les dirá
que la decisión de separarse es firme, pero no es necesario entrar en detalles;
sobre todo en aquellos que puedan perturbar al niño u ocasionarle problemas de
afectividad —no es el momento de decirle que el padre o la madre ha tenido una
aventura con otra persona, o que no se preocupa de ellos, o que es o ha sido
violento/a...—. La evolución y la edad del niño nos dirán si debemos facilitarle
esa información y cuándo, incluso si no debernos hacerlo nunca. En este sentido,
conviene que nos planteemos si compensa dar información que sólo va a producir
dolor. Con frecuencia, en nuestra relación con los niños, los adultos debemos
tener la generosidad de callarnos, de silenciar aquello que nos gustaría gritar.
— Habrá
niños que reaccionen «metiéndose en sí mismos» ante la separación o las
dificultades entre sus padres, y otros, por el contrario, lo acusarán
mostrándose más inquietos, intranquilos, agobiados..., incluso más rebeldes y
agresivos. En cualquiera de los casos, nuestra actitud será de comprensión y
respeto hacia sus sentimientos y siempre nos mostraremos cercanos y comprensivos
con esa primera fase de sus manifestaciones. Posteriormente, poco a poco, será
importante que marquemos unas pautas de actuación muy claras, que ayuden a la
convivencia familiar y les faciliten su proceso de adaptación a la nueva
situación.
Conviene
recordar que, en contra de lo que pudiéramos pensar, el niño que aparentemente
se encierra en sí mismo y apenas manifiesta o exterioriza nada sobre la
situación que viven sus padres, suele ser el que peor lo pasa y al que más le
cuesta superar esa situación. Por el contrario, con los niños que muestran una
actitud más activa, aunque también sea más beligerante, podemos intervenir
mejor, y a través de estas intervenciones ayudarles a que superen pronto la
crisis.
En ningún
momento debemos desvalorizar al padre o a la madre, por mucho que estemos en
contra de lo que hace. El niño no tiene que ver rencor; necesita sentir que, al
menos uno de los adultos, conserva la calma y el control necesarios para no
ponerle en una situación extrema. El niño no debe sentirse presionado en sus
sentimientos ni en sus manifestaciones afectivas. No le podemos ni le debemos
pedir que deje de querer a uno de sus padres. Otra ayuda importante será que los
niños sufran los menos cambios posibles. Siempre que sea factible, conviene que
sigan en la misma casa, en el mismo colegio, con sus amigos de siempre, con un
ritmo de vida muy parecido, que les permita conservar sus costumbres y todas
aquellas rutinas que les dan seguridad. En principio, no resulta aconsejable que
les pidamos su opinión sobre si desean o no la separación, aunque si ellos nos
la facilitan espontáneamente, la escucharemos con atención, pero debemos
recordar que la decisión es responsabilidad de los padres. No podemos ni debemos
someterlos a una presión que no pueden asumir, ni dejar en sus manos lo que
nosotros debemos resolver.
Consideremos que la mayoría de los niños, si la situación que ellos han vivido
no les ha resultado extrema, de forma simple y espontánea desean que sus padres
sigan juntos, pues lo desconocido suele crearles inquietud e inseguridad. Muchas
veces los padres se lo preguntan por miedo a sus reacciones o porque les cuesta
aceptar que esa situación debe terminar. Sin duda nos ayudará el hecho de saber
que esos mismos niños, que se oponían con todas sus fuerzas, suelen alegrarse
enormemente, al cabo de unos meses, ante la situación de paz y tranquilidad que
viven.
Apenas
tendrá que pasar tiempo entre el momento en que les comuniquemos la separación y
la marcha del padre o de la madre de la casa. Esa marcha siempre será un momento
difícil para todos, y cuanto antes suceda, menos sufrirán los niños. Las
expectativas que se crean y esos días de espera que se hacen interminables
generan un desgaste innecesario, del que podemos librarles, actuando con
racionalidad, con rapidez y de forma precisa. Una vez que el padre o la madre se
ha marchado, deberán seguirse las pautas que se hayan acordado entre la pareja.
A los niños les resulta más fácil adaptarse a normas fijas —por ejemplo: ver a
su padre o a su madre cada quince días—, que a pensar que quizá hoy se pueda
presentar a recogerlo en el colegio; esto último les produce mucha
intranquilidad. Durante la semana, lo mejor es que no les interrumpamos su
funcionamiento habitual, pues se descentran mucho. Es preferible que el
progenitor que no está con ellos les acompañe por ejemplo al colegio por la
mañana, uno o dos días fijos, o les lleve del colegio a casa por la tarde,
también en días convenidos, a que se los lleve a media tarde, cualquier día de
diario, y les rompa su dinámica. Es deseable que los padres intenten llegar a
acuerdos, aunque sean mínimos, sobre las áreas fundamentales de la educación de
su/s hijo/s. Cuando esto no sea posible, hecho que ocurre con mucha frecuencia,
no habrá que desesperarse. En estos casos, lo importante es que cada miembro de
la pareja tenga sus criterios muy claros y los mantenga con serenidad, pero
también con firmeza. No es necesario ni conveniente desautorizar al otro miembro
de la pareja, aunque estemos totalmente en desacuerdo con su actitud. Ante el
niño mantendremos nuestro criterio, y cuando proteste y nos diga que el otro
progenitor no actúa así, le diremos —con mucha calma— que ya lo sabemos, que
somos conscientes de que su padre o su madre actúa de otra forma, pero que
también él debe saber muy bien que cuando esté con nosotros siempre actuaremos
de esa manera.
Los niños
terminan centrándose, incluso a pesar de que los padres tengan criterios
distintos, si al menos uno de los progenitores, de forma serena, tranquila y
transmitiendo seguridad, mantiene unas pautas de actuación constantes y claras
con ellos.
En
consecuencia, si uno de los dos «lo hace bien», no es un drama que los dos
padres no coincidan en los acuerdos básicos de la educación de sus hijos. Lo
importante es no dejar que interfiera esa descoordinación de los progenitores en
la relación directa que tenemos con el/la niño/a.
— Los
niños son más coherentes que los adultos; por eso valorarán más al progenitor
que actúe con más coherencia con ellos. Esa coherencia la ven en la creación de
unos hábitos saludables, que les ayuden en su desarrollo personal, y en el
mantenimiento de una serie de pautas, normas, límites y acuerdos de conducta,
que les proporcionan la guía y la seguridad que necesitan. Esos hábitos, esas
pautas y esa coherencia permanente son los que les facilitarán ser unos adultos
realmente libres el día de mañana.
— No hay
que sobreproteger al niño. La separación es un hecho a veces doloroso para
ellos, pero habitualmente necesario; por el contrario, ninguna circunstancia
legitima las consecuencias tan negativas que produce la sobreprotección.
Recordemos que el exceso de protección les crea inseguridad, favorece su falta
de generosidad, dificulta sus relaciones sociales y les impide desarrollar los
recursos y las habilidades básicas que necesitarán a lo largo de su vida. No les
«compremos» haciendo de padres «buenos», dándoles todo lo que nos piden y
poniéndonos siempre de su parte; al final, el progenitor que interpreta este
papel termina pagando por ello una factura enorme, la de sentirse rechazado por
sus hijos. No cedamos en las pautas básicas de convivencia. Intentemos alcanzar
acuerdos razonables, pero sólo en aquellos aspectos que pueden ser negociables,
que no desestabilicen ni tiren por tierra las normas de convivencia.
De forma
permanente, pero de manera muy especial cuando aparezcan terceras personas en la
relación con sus padres, nos mostraremos muy abiertos para resolver sus dudas y
contestar a las preguntas que les causan intranquilidad. Es lógico que les
genere cierta inquietud la presencia de estas personas en la vida afectiva de
sus padres, pero es un hecho que aceptarán con mayor facilidad si siguen
sintiéndose seguros y queridos, y no perciben que la otra persona les desplazará
del lugar que ocupan en el corazón de su padre/madre.
En muchos
casos, estas relaciones afectivas ya están presentes incluso en el momento de la
separación, por lo que deberemos actuar con la máxima cautela, pues tenemos que
saber que los niños necesitan un tiempo razonable para adaptarse a las nuevas
situaciones que van a vivir.
En
general, es contraproducente presentarles a estas personas si hace poco que se
ha producido la separación de los padres, pues fácilmente las culpabilizarán de
la ruptura de sus progenitores y crearemos en el niño un problema afectivo
importante.
En
cualquier caso, los padres no presentarán a sus hijos sus nuevas parejas hasta
que esa relación esté totalmente consolidada. Pocas cosas desestabilizan más a
los hijos, que la sensación de precariedad e inseguridad que sienten ante el
continuo cambio de pareja, o de amistades íntimas, por parte de sus
progenitores.
Cuando
haya llegado el momento de hacerles partícipes de esa nueva relación, debemos
considerar que el hijo puede sentirse fácilmente desplazado, por lo que nos
mostraremos especialmente cercanos y unidos a él, explicándole que no tiene que
tener miedo alguno, pues se trata de amores diferentes. Con frecuencia conviene
extenderse un poco, y poner algunos ejemplos, para que vea esta diferencia. Si
utilizamos la relación que los niños tienen con sus amigos, les resultará más
fácil entender que ellos pueden querer mucho a sus amigos, pero que por ello no
dejan de querer a sus padres, pues les quieren de otra forma. Les diremos que en
las relaciones afectivas entre los adultos pasa lo mismo, el amor hacia un
adulto es diferente al amor hacia los hijos. Si a pesar de todo insisten, y
preguntan «¿A quién quieres más?», la respuesta será clara: «A ti te quiero
desde antes incluso de que nacieras y te querré siempre mientras viva; sin
embargo, no puedo tener esa seguridad con un adulto, ni le he querido desde que
ha nacido ni sé si le querré siempre; sólo puedo decir que hoy le quiero, y que
en ningún momento te voy a exigir que tú le quieras, porque te respeto mucho y
sé que no se pueden exigir los sentimientos, pero sí que te voy a pedir que
respetes a esta persona, de la misma forma que yo respeto a las personas que son
importantes en tu vida».
El niño
suele quedarse más tranquilo después de esta conversación.
Cuando
surjan dificultades en la relación entre la pareja del padre o de la madre y el
hijo, en principio procuraremos no intervenir, pues es necesario que ambos
encuentren su punto de equilibrio. Sólo «entraremos en escena» cuando pensemos
que el adulto está actuando de forma injusta y está creando inseguridad e
inestabilidad en el niño. No forcemos al padre o a la madre que no muestra
especial interés por estar con los niños. En estos casos conviene que lo vean lo
menos posible. Aunque los niños lo puedan pasar mal al principio, es preferible
este hecho al dolor que les produce comprobar constantemente, en sus propias
carnes, como ese progenitor no muestra especial interés por ellos.
Los
sentimientos no se fuerzan, si lo hacemos, las relaciones aún se deterioran más
y serán nuestras emociones las que sufran.
Cuidado
con la intervención de otros miembros de la familia: abuelos, tíos, primos... A
veces, sin querer, y otras de forma premeditada, estas intervenciones pueden
ocasionar mucha confusión en los niños.
Los
padres deben controlar estas interferencias, pero si la relación que mantienen
lo hace imposible, cada progenitor estará especialmente atento a toda la
información que les pueda llegar a los niños de su círculo más cercano. Si
sospechamos que alguna persona está enviando mensajes poco claros, hostiles o
culpabilizantes hacia una de las partes; debemos intervenir de forma inmediata.
Si nos resulta imposible cortar esos mensajes, abordaremos el tema directamente
con los niños, y lo haremos con una actitud que refleje calma, tranquilidad,
seguridad y control, pues es lo que esperan y necesitan encontrar en esos
momentos los hijos, pero también nos mostraremos firmes en nuestras ideas y
apreciaciones, para que el niño no vacile y sepa perfectamente cuál debe ser su
fuente de información.
En
relación al medio escolar, si el niño es pequeño, inmediatamente lo pondremos en
conocimiento de su tutor; si es adolescente, y en principio no es un hijo/a
problemático/a lo negociaremos con él; es decir, le preguntaremos qué prefiere
que hagamos, pero le diremos que si vemos que su conducta, su rendimiento o su
actitud se resienten, nos sentiremos obligados a comunicarlo, incluso en contra
de su criterio. Cuando el adolescente esté acusando la relación que existe entre
los padres, incluso aunque no se haya llegado a la separación, haremos partícipe
de este hecho a su tutor, pues en esta etapa, con frecuencia los adolescentes
manifiestan cambios importantes en su conducta, que pueden ir desde la
inhibición a la provocación. En esos momentos, más que confrontación, lo que el
niño necesita es mucha comprensión y cercanía por parte de sus principales
adultos de referencia, y no podemos olvidar que los profesores, en mayor o menor
medida, juegan siempre un papel importante para ellos.
— Si la
separación les coge con más edad, en plena juventud, incluso en la madurez,
respetemos sus reacciones. Nuestra actitud será informarles de los pasos que
vamos a dar, pero de nuevo no conviene que entremos en detalles que sólo
producen dolor o indignación.
— No
pidamos a los jóvenes que nos apoyen, pidámosles que respeten nuestra decisión.
Es
posible, en estas edades, que mantengan una actitud de cierta inhibición ante la
situación, que les digan a sus padres que sus problemas son de ellos y que
prefieren no entrar en detalles. Aunque esta contestación pueda resultar
dolorosa para los progenitores, la realidad es que cuanto más al margen se
mantengan, menos se deteriorará a la larga la relación entre padres e hijos.
Aunque es
un error muy frecuente, los padres no deberán esperar apoyo por parte de sus
hijos; a veces ni tan siquiera esperarán su comprensión; lo que sí que deben
exigir es respeto, respeto profundo hacia su decisión —sea la que sea—.
Recordemos que el principal apoyo lo llevamos dentro, dentro de nosotros mismos.
Siempre
intentaremos preservar a los niños de las relaciones conflictivas que mantengan
los adultos, pero seamos optimistas; nuestra amplia experiencia en esta área nos
demuestra que, en la inmensa mayoría de los casos, cuando al menos uno de los
dos adultos actúa con ellos de forma apropiada, transmitiéndoles la tranquilidad
y la seguridad que necesitan, los niños consiguen adaptarse a la nueva situación
de forma más rápida y menos traumática que los adultos. La naturaleza les ha
proporcionado una serie de recursos que, lamentablemente, parece que los adultos
hemos ido perdiendo en ese largo proceso hacia la madurez.
A veces,
en lugar de avanzar, nos empeñamos en hacer la vida mucho más complicada, más
difícil y menos humana de lo que sería deseable.
Sin lugar
a dudas, hay muchas cosas valiosas a las que estamos renunciando con este ritmo
de vida tan inconsciente y vertiginoso que vivimos, nos envuelve y nos aturde.
Culturas
aparentemente más primitivas conservan y practican el arte de la meditación; nos
vendría muy bien recuperar esos espacios de calma y tranquilidad, que nos
transmiten la paz que necesitamos, la energía que perdemos y la objetividad que
nos permite analizar, sin riesgo a equivocarnos, el transcurso de nuestra vida y
el estado de nuestras emociones.
Otro de
los elementos que más nos pueden ayudar a encontrar ese equilibrio que buscamos
es la observación de las conductas de los niños. Sus manifestaciones, y sobre
todo sus sentimientos, son muchas veces el reflejo de lo que ven en nosotros.
Llegados
a este punto, es el momento de plantearnos ya, sin más dilación, por dónde
empezar.
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