La función de la mente es investigar y aprender. Aprender no es el simple
cultivo de la memoria o la acumulación de conocimientos, sino la capacidad
de pensar clara y sensatamente sin ilusión, partiendo de hechos y no de
creencias e ideales. No existe el aprender si el pensamiento se origina en
conclusiones previas. Adquirir meramente información o conocimiento, no es
aprender. Aprender implica amar la comprensión y amar hacer una cosa por sí
misma. El aprender sólo es posible cuando no hay coacción de ninguna clase.
Y la coacción adopta muchas formas. Hay coacción a través de la influencia,
a través del apego o de la amenaza, mediante la estimulación persuasiva o
mediante las sutiles formas de recompensa.
La mayoría de la gente piensa que el aprendizaje es
favorecido por la comparación, mientras que en realidad es lo contrario. La
comparación genera frustración y fomenta simplemente la envidia, la cual es
llamada competencia. Como otras formas de persuasión, la comparación impide
el aprender y engendra el temor. También la ambición engendra temor. La
ambición, ya sea personal o identificada con lo colectivo, es siempre
antisocial. La llamada “ambición noble” es esencialmente destructiva en la
relación.
Es necesario alentar el desarrollo de una buena mente, de
una mente capaz de habérselas con los múltiples problemas de la vida
viéndolos como una totalidad, y que no trate de escapar de ellos volviéndose
de ese modo contradictoria en sí misma, frustrada, amarga o cínica. Y es
fundamental que la mente se percate de su propio condicionamiento, de sus
propios motivos y de sus búsquedas.
Puesto que el desarrollo de una buena mente constituye
uno de nuestros intereses fundamentales, es muy importante el modo como uno
enseña. Tiene que haber un cultivo de la totalidad de la mente y no sólo la
transmisión de informaciones. En el proceso de impartir conocimiento, el
educador ha de invitar a la discusión y alentará a los estudiantes para que
investiguen y piensen de una manera independiente.
La autoridad, "el que sabe", no tiene cabida en el
aprender. El educador y el estudiante están ambos aprendiendo, a través de
la especial relación mutua que han establecido; pero esto no quiere decir
que el educador descuide el sentido de orden en el pensar. Ese orden no es
producido por la disciplina en la forma de enunciaciones afirmativas del
conocimiento, sino que surge naturalmente cuando el educador comprende que
en el cultivo de la inteligencia tiene que haber un sentido de libertad.
Esto no significa libertad para hacer lo que a uno le plazca o para pensar
con espíritu de mera contradicción. Es la libertad en la que al estudiante
se le ayuda a darse cuenta de sus propios impulsos y motivos, los que se
revelan a través de su cotidiano pensar y actuar.
Una
mente disciplinada nunca es libre, ni jamás puede ser libre una mente que ha
reprimido el deseo. Es sólo mediante la comprensión de todo el proceso del
deseo como la mente puede alcanzar la libertad. La disciplina limita siempre
a la mente a un movimiento dentro de la estructura de un sistema particular
de pensamiento o de creencia, y una mente semejante jamás está libre para
ser inteligente. La disciplina genera sumisión a la autoridad. Provee la
capacidad para desempeñarse dentro del patrón de una sociedad que requiere
habilidad funcional, pero no despierta la inteligencia, la cual posee su
capacidad propia.
La mente que no ha cultivado otra cosa que la capacidad
por medio de la memoria es como un ordenador, el cual, a pesar de que
funciona con una habilidad y exactitud asombrosas, sigue siendo solamente
una máquina. La autoridad puede persuadir a la mente para que piense en una
dirección particular. Pero ser guiada para pensar a lo largo de ciertas
líneas o en los términos de una conclusión previa, no es pensar en absoluto;
es funcionar simplemente como una máquina humana, lo cual engendra
descontento irreflexivo que acarrea frustración y otras desdichas.